miércoles, 23 de mayo de 2007

El regreso de la lluvia

I

No dejo de preguntarme si habrías hecho lo que hiciste si hubieras sabido cómo me hiciste sentir. No creo que debamos seguir, fue tu sutil manera de decirlo, y por teléfono. Al principio me sonó absurdo, como si no supiese de qué me estabas hablando. ¿Había algo con lo que dejar de seguir? Pero sí, era obvio. Que no querías verme más, en resumidas cuentas. Por un segundo pensé que no pasaría nada si tú no eras capaz de darme razones convincentes, y ya podían ser buenas. Pero al segundo siguiente me di cuenta de que en realidad eso no importaba. Tú estabas decidida, y yo sentenciada a cien años de soledad. Como último y desesperado intento, traté de buscar en la filmoteca de mi cabeza alguna frase mágica de película que lo solucionase todo, que te hiciese cambiar de opinión, y que acabases pidiéndome perdón y proclamando entre lágrimas cuánto me amabas... Pero esa frase no existía, y era más que probable que la de las lágrimas fuese yo. Aferrándome a mi orgullo, te colgué el teléfono sin despedirme, dejándote con la palabra en la boca tras tu indignante pregunta de si me encontraba bien. Por supuesto que no me encontraba bien. Me tiré en la cama boca abajo, dispuesta a hacerlo lo mejor posible en cuanto al llanto, pero no fui capaz. El drama era absoluto y evidente, todo a mi alrededor lloraba, cada parte de mi cuerpo lloraba a su manera, pero yo no era capaz de orquestar un llanto colectivo que me permitiese liberar algunas lágrimas. Pensé en llamarte de nuevo, no sé si para pedir más explicaciones, para insultarte o para concertar un polvo de despedida, pero decidí no caer más bajo, y puesto que no lloraba, me levanté de cama y me dediqué a compadecerme en silencio.

II

Supongo que no lo pasabas muy bien conmigo. Admitirás que tuvimos nuestros momentos buenos, pero la verdad es que yo tampoco lo pasaba muy bien. Éramos distintas, sí, pero de ahí a dejarlo... Una siempre necesita alguien a quien aferrarse, y en nuestro caso todo el mundo sabe que las cosas no son especialmente fáciles, así que seguir a pesar de todo era la opción más sencilla. Suena patético, lo sé, pero debes comprender que entonces mi posición parecía la de un náufrago en el oscuro mar de la soledad. ¿O de la traición? ¿Me sustituías? ¿Había otra? ¿Había otro, maldita sea? Mis teorías conspirativas se vieron interrumpidas por la llamada de Sergio.
Sergio me sacó de casa y prestó oídos a todas mis quejas. Descargué toda mi rabia, toda mi tristeza y todo mi terror a la soledad mientras él escuchaba, asumía y casi diría que interiorizaba todo cuanto le contaba. Le confesé cómo a pesar de lo cruel que habías sido todavía te quería, cómo me estaba volviendo loca ante la idea de no volver a verte. Mientras tanto, llovía. LLovía en proporción a mis sentimientos, tronaba, diluviaba y hacía un frío desolador. Sergio y yo nos refugiamos un rato en una cafetería para rociar con alguna infusión toda la angustia de mi pecho y acabar de desenvolver la frustración que me habías dejado.
Cuando paró de llover un poco, salimos de la cafetería. Caminamos en silencio por la plaza, compartiendo el mismo frío en los huesos. Nuestros ojos se cruzaron, y le lancé una sonrisa agradecida. Él me la devolvió, y por fin, tras tanto tiempo de dolor seco, lloré, al mismo tiempo que comenzaba a llover de nuevo fuertemente. Sergio me abrazó, bajo la lluvia, en medio de la plaza desierta. Nos miramos a la cara. Todo irá bien, me dijo, y nos besamos. Beso bajo la lluvia con sabor a lágrimas de desahogo. Dudé un instante. Pensé en ti, quizás.
- Sergio... -dije. - Yo no te quiero.
- Lo entiendo -contestó él. Entonces le bajé la cremallera del pantalón y se la chupé. La lluvia fue nuestro testigo, y después, ella misma borró las pruebas.

III

Amanecí necesitando. Era una sensación extraña, como si me faltase algo que siempre había dado por supuesto. Era como mirar en el espejo y no verme reflejada, o como si no pudiese encontrarme los pezones. Simplemente necesitaba, y era angustioso. Aún recordaba el sueño que acababa de tener. Salía de casa para dirigirme a la manifestación que yo misma había convocado con el lema "no creo que me debas dejar". Pero nadie se unía a mi causa. Era una manifestación de una sola persona, de ninguna según las fuerzas de orden público. Luego aparecía Sergio, y los dos cogidos de la mano desfilábamos por toda la ciudad en una patética protesta que a nadie importaba.
Odiaba la mañana. Era impenetrable, triste, una pequeña celda sin más alimento que la necesidad. Necesidad de huír, de escapar de esa soledad matinal que me oprimía. Necesidad del teléfono, de llamarte, de solucionar contigo mi vida, porque en algún lugar debería quedarte algo de piedad para gastar en mí, porque tú debías escucharme, escucharme como lo había hecho Sergio... Sergio...
Sergio. De pronto sentí la imperiosa necesidad de estar de nuevo con él, de encontrar aquellos labios pegados a los míos bajo el refugio de la lluvia, de contarle otra vez todo lo que sufro por ti.
Por ti. Porque eras tú la que tenía el poder de salvarme. Quería oír de nuevo tu voz diciéndome que me querías, que habías cambiado de opinión, que íbamos a estar juntas para siempre.
Y también quería oír la voz de Sergio, diciéndome que todo iba a ir bien, demostrando que me comprendía, que compartía mi soledad y mi dolor.
Sergio... Tú... Sergio... Tú... O los dos, o ninguno, o una mezcla de ambos en una sola persona, ¿por qué me tenía que pasar esto a mí? ¿Por qué continuaba necesitando de esa manera? ¿Por qué no podía mandar todo a la mierda y ser feliz? Sergio... Tú... La confusión se desplegaba espesa por toda yo. Toda mi salvación consistía en llamar por teléfono, lo cual era bastante patético. Así pues, cogí el auricular, sin saber a quién llamar, pero deseando fortísimamente no equivocarme de persona.

No hay comentarios: